Hace un par de años, tras un largo viaje en tren de Creel a Los Mochis, me hospedé en un modesto hotel de la activa ciudad sinaloense. No había dormido bien durante el nocturno trayecto por la Sierra Tarahumara, así que me dispuse a descansar esa mañana. La nieve y el frío habían quedado atrás, y ahora el calor típico de las ciudades bajas reavivaba algunos sentidos mientras adormecía otros.
Encendí el televisor con el volumen bajo buscando inducir el sueño. Para mi sorpresa se transmitía un programa de contenido religioso donde un sacerdote católico le explicaba a una marioneta lo que era "bueno" y lo que era "malo", y por qué los niños debían "portarse bien". Nada más con escuchar algunas cuantas palabras del almibarado parlamento de esos dos personajes salidos de alguna dimensión desconocida, me vi asaltado por una agobiante pereza que ni siquiera pude cambiar de canal.
Recuerdo haber quedado dormido, pero escuchando todo lo que sucedía en la historia. La marioneta, de personalidad infantil, le hacía al clérigo una serie de preguntas que pretendían ser ingenuas, pero que delataban una pésima actuación por parte de la mujer que la manipulaba. El sacerdote respondía a cada una de ellas con exagerada amabilidad y una paciencia insólita que volverían loco a cualquier ciudadano que de pronto escuchara todo eso en su MP3.
Tal fue mi ensoñación y el cansancio que terminé perdiendo por completo la vigilia, despertando una hora más tarde entre iterativas y turbadoras avemarías. Entonces me levanté de la cama al tiempo de apagar el televisor y me dije «
¡No puede ser, cómo fue que lo dejé encendido en esa chorrada!»
Lo curioso es que durante los siguientes minutos me sentí realmente recuperado y con aliviado espíritu.
Un abrazo místico.
Al González.