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marcoszorrilla marcoszorrilla is offline
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marcoszorrilla Va por buen camino
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EL BÁLSAMO DE FIERABRÁS


A los niños de ahora les cuesta trabajo creerlo, pero cuando yo era pequeño, no existían ni la play station, ni los juegos de ordenador, ni nada que se le pareciese. Los niños de mi generación se divertían de manera muy distinta a como lo hacen los de hoy en día. A nosotros, al finalizar la jornada escolar, nos encantaba salir a la calle a jugar a la pelota, irnos con nuestras bicicletas por el campo, bañarnos en el río y hacer otras cosas por el estilo. Por nada del mundo nos hubiésemos quedado en casa jugando con una máquina.
Había, sobre todo, algo que nos encantaba a mis amigos y a mí: los días de lluvia –como no podíamos jugar en la calle– solíamos ir a la Biblioteca Pública de mi pueblo a leer cuentos y tebeos, a zambullirnos en las historias hermosas que se contaban en aquellos libros misteriosos que llenaban los anaqueles de la biblioteca.
Recuerdo, como si los hubiese leído ayer, algunos de los libros que cayeron en mis manos durante aquellos días de mi infancia. Había uno que me fascinaba. Se titulaba La isla del tesoro y lo había escrito un autor inglés cuyo nombre aún no he olvidado: Robert Louis Stevenson. El libro narraba la historia de un joven que viajaba a una isla lejana acompañado de una banda de piratas para buscar un tesoro que había sido escondido allí. ¡Cómo disfrutábamos mis amigos y yo con las aventuras del pirata John Silver el Largo!
Otro libro que leí en aquella época fue Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain. Tom era un niño huérfano que vivía con su tía y con su hermano. No le gustaba ir a la escuela. Ni tampoco los zapatos. A decir verdad, odiaba ponerse los zapatos. A él, lo que de verdad le gustaba, era irse al río Misisipí con su amigo Huckleberry Finn a pescar y a ver pasar los grandes barcos que transportaban algodón y pasajeros hasta la ciudad de Nueva Orleans. Los dos juntos –o por separado– se metían en mil y un problemas que casi siempre acababan bien.
Sin embargo, el libro que más me impresionó, el que más gratamente recuerdo, el que me leía una y otra vez fue El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de don Miguel de Cervantes, en una edición abreviada e ilustrada para niños que me regalaron cuando cumplí doce años. Era un libro de aventuras, pero no como las de Tom y Huck o las de John Silver el Largo. Las aventuras de don Quijote –acompañado de su fiel escudero Sancho Panza– ocurrían casi siempre en su imaginación. Eso era lo que me gustaba de aquel libro. Todo lo que pasaba era fruto del poder de la palabra impresa, pues don Quijote había enloquecido leyendo libros de caballeros andantes. Cómo disfruté cuando don Quijote se enfrentaba a los molinos de viento que él creía malvados gigantes o cuando el hidalgo manchego veía a un ejército a punto de entrar en combate allí donde sólo había un rebaño inmenso de ovejas.
La parte del libro que más nos gustaba era aquella en la que don Quijote preparaba una pócima mágica capaz de curar todas las dolencias del cuerpo humano. La pócima se llamaba el bálsamo de Fierabrás, porque según don Quijote, éste era el nombre del mago que la había inventado. Mis amigos y yo no nos cansábamos de leer una y otra vez aquel capítulo. Llegamos a aprendernos párrafos enteros de memoria.
Así que un buen día, imitando a nuestro héroe, decidimos preparar nuestro propio bálsamo de Fierabrás. Para ello cada uno de nosotros, siete en total, buscaría un ingrediente secreto y lo mezclaríamos todos en una olla que alguien había traído de su casa sin que su madre se diera cuenta. Nunca descubrí cuáles eran los ingredientes secretos que trajeron mis amigos, pero seguro que eran parecidos al mío.
En aquellos lejanos días, para mí, un ingrediente secreto tenía que ser algo exótico, misterioso, poderoso y extraño. Así que, ni corto ni perezoso y tras dar muchas vueltas al asunto, llegué a la conclusión de que lo único a mi alcance con todas esas características era una hermosa pluma de pavo real. Después de mucho buscar y de varios picotazos lanzados por un pavo que no se quería desprender de su pluma, conseguí mi ansiado trofeo. La llevé conmigo a la hora en que habíamos quedado para preparar la poción mágica y cada uno de nosotros, sin que los demás lo viesen, fue añadiendo su ingrediente secreto. Después de un buen rato hirviendo, dejamos que aquella mezcla, desagradable a la vista y aún más al olfato, se enfriara y bebimos cada uno un vaso de aquello. Sabía a rayos. Sin duda, era lo más desagradable que había probado en mi vida. Mucho peor que el jarabe que me daba mi mamá cuando estaba con gripe o que el puré de espinacas que, dicho de paso, era lo más malo que había comido hasta el momento. Pero como ninguno de nosotros deseaba parecer un cobarde ante los ojos de los demás, nos tragamos aquel asqueroso bebedizo.
Al día siguiente, unas extrañas manchas rojas cubrían todo nuestro cuerpo y un terrible escozor nos hacía retorcernos de dolor. El médico que nos atendió en el hospital fue incapaz de averiguar qué había provocado aquella misteriosa enfermedad. Mis amigos y yo sí sabíamos cuál era la causa de nuestros males: don Quijote de la Mancha y su célebre bálsamo de Fierabrás.

Enlace.


Un Saludo.
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Cita:
- Ça c'est la caisse. Le mouton que tu veux est dedans.
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